De la consulta al Pueblo de Dios surge el tema de los ministerios y carismas como central en la vida de la Iglesia. Se subraya que los ministros ordenados están al servicio de una comunidad cristiana rica en vocaciones, carismas y ministerios. Es evidente la necesidad de conciliar la unidad de la misión con la pluralidad de ministerios. Si bien es cierto que en la Iglesia hay una dignidad y una misión comunes a todos los bautizados, también es cierto que esta Iglesia está constituida por una diversidad de carismas y ministerios que son suscitados y sostenidos por el Espíritu para el bien de la Iglesia y su misión en el mundo (LG 32). Esto tiene una doble implicación para entender los carismas y ministerios: ellos son constitutivos de la Iglesia y están al servicio de la Iglesia. En relación a los ministerios, se trata de superar la visión clerical centrada casi exclusivamente en el ministerio ordenado. Una concepción más adecuada del ministerio exige superar la separación entre el ministerio ordenado y los demás ministerios, abriéndose a una participación de todos en la misión de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II enseña que "para alimentar al Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la potestad sagrada están al servicio de sus hermanos, para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios y gozan así de la dignidad cristiana, tiendan libre y ordenadamente al mismo fin y alcancen la salvación" (Lumen gentium 18).
En sintonía con la enseñanza del Concilio Vaticano II, hoy se ha reforzado la conciencia compartida de que "para la constitución de la Iglesia y el desarrollo de la comunidad cristiana son necesarios diversos tipos de ministerios". Suscitados por el Espíritu "en el seno de la comunidad eclesial, deben ser diligentemente promovidos y cultivados por todos" (Ad gentes 15). Madura la conciencia de que el Espíritu Santo suscita en cada Iglesia local ministerios y carismas diferentes, que corresponden a las necesidades del Pueblo de Dios en los diversos contextos socio-culturales. A la luz de esta visión de la Iglesia y del ministerio, se supera el hecho de que las decisiones se tomen de arriba hacia abajo con el riesgo de anular los diferentes ministerios y carismas que pueden reconocerse en y para una Iglesia local de modo particular.
La revisión de los ministerios existentes o la creación de otros nuevos no es nada nuevo. El Papa Pablo VI, inmediatamente después del Concilio, modificó la doctrina medieval y tridentina de las 7 órdenes, reduciéndolas a 3. Hoy es necesario discernir una nueva articulación del servicio pastoral a la luz de los nuevos ministerios para realizar la misión evangelizadora de la Iglesia. Para ello, es necesario tener en cuenta la necesidad de modificar las condiciones de acceso a las órdenes o de crear otras nuevas. De este modo, se retoma la Tradición del primer milenio, donde en las diversas Iglesias —tanto orientales como occidentales— se institucionalizaron servicios que incluían tanto a hombres como a mujeres, como la formación de diversas formas de diaconado, incluso femenino, y también, tanto en Occidente como en Oriente, otros servicios que se configuraron de diferentes maneras y que hoy ya no tienen ninguna función. Precisamente a causa de su disfuncionalidad, algunos ministerios fueron suprimidos en Occidente durante los tiempos modernos.
Nada impide el establecimiento de nuevos ministerios que, por razones particulares, se consideren necesarios o útiles en la propia diócesis o región, para cumplir allí la misión de la Iglesia. De hecho, el Papa Pablo VI, en su motu proprio de 1967, delegó las competencias de los entonces nuevos ministerios —como el diaconado— a las Conferencias Episcopales locales, estableciendo no sólo un precedente, sino también un principio de autoridad, que debe ser discernido y actualizado hoy bajo el pontificado de Francisco en la profundización de la eclesiología de las Iglesias locales del Concilio Vaticano II. Ante todo, se trata de comprender que la Iglesia es toda ella ministerial; que la comunidad tiene la primacía como lugar de agregación y edificación de todo el pueblo de Dios.
Junto a la teología de los ministerios, el Concilio Vaticano II recupera la perspectiva paulina de los carismas como dones del Espíritu Santo (LG 4) que enriquecen el cuerpo eclesial y permiten la realización de su misión (LG 7). La Iglesia es una "comunidad totalmente carismática", porque cada bautizada/o es portador de un don único, de un modo singular de anunciar la fe (1Cor 12,3), de vivir la vida cristiana, de realizar el servicio eclesial (LG 12), que enriquece el cuerpo eclesial con variadas sensibilidades, experiencias, competencias.
Después del siglo VI, los carismas fueron considerados como dones extraordinarios, concedidos a algunos creyentes para el bien de todos: carismas de visiones extraordinarias, carismas de la palabra sapiencial y profética, carismas de fundadores y fundadoras de institutos religiosos o movimientos eclesiales, nacidos como respuesta a necesidades y exigencias específicas. En el horizonte de una recuperación más consciente de la dimensión pneumatológica en la vida de la Iglesia, el Concilio Vaticano II reconoció como constitutivo el carácter carismático de todos los fieles, así como de la Iglesia en su conjunto.
En esta perspectiva, también es posible comprender adecuadamente los ministerios mismos, que siempre tienen su raíz en un don dado por Dios para el anuncio del Evangelio y la edificación de la Iglesia (1 Co 12,7.14). Todo ministerio es una actividad estable y determinada, con una finalidad y un reconocimiento eclesiales, enraizada en un don sobrenatural específico —carisma—, pero hay que recordar que no todo carisma se expresa en una figura o forma ministerial. En la mayoría de los casos, la dimensión carismática del bautizado se realiza y desarrolla en la vida ordinaria personal y comunitaria, en las formas cotidianas de evangelización y testimonio, servicio y oración. Sólo en parte el carisma opera con la asunción de un papel ministerial, en un oficio o servicio pastoral en y para la comunidad cristiana, o de forma institucionalizada.
El Concilio Vaticano II recuerda la pluralidad de carismas que caracteriza al Pueblo de Dios, la variedad y complementariedad de experiencias en el modo de vivir la fe como cualidad determinante del rostro y la misión de la Iglesia en cada lugar. El consensus fidelium en una Iglesia sinodal se hace real y auténtico precisamente porque integra esta rica pluralidad de ministerios y carismas que conforman el cuerpo eclesial y determinan su forma.