El problema planteado por el Instrumentum Laboris y la Iglesia en América latina y Caribe
El Instrumentun Laboris (IL) observa que en los documentos de la primera fase se insiste “en la activación de procesos de selección más participativos, especialmente para los obispos”. (IL B 3.1/c). Por eso pregunta “¿Cómo revisar el perfil del obispo y el proceso de discernimiento para identificar candidatos al Episcopado en una perspectiva sinodal?” (IL B 2.5/6). La Síntesis de la fase continental del Sínodo de la sinodalidad en América Latina y el Caribe no toca directamente la cuestión del nombramiento de los obispos, ya debatida en el continente en varias ocasiones en años pasados, especialmente con miras al Sínodo de los obispos del 2001 (sobre “El obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo”), pero la evoca implícitamente cuando pregunta “¿cómo superar una práctica predominantemente vertical, donde las iglesias particulares parecen subordinadas, con una comunión verdadera de iglesias en la catolicidad universal?” (106).
Elección de los obispos en una Iglesia sinodal
La forma de elegir a los obispos ha cambiado con el tiempo. En la Iglesia de los primeros siglos, era un derecho fundamental del clero y del pueblo, que, según San Cipriano de Cartago (258), "tiene el poder de elegir a los obispos dignos y de rechazar a los indignos". Desde el siglo III, tres sujetos intervenían en la elección: el pueblo de esa Iglesia particular, el presbiterio local y los obispos de las diócesis vecinas. Sin embargo, tras el Edicto de Constantino, los obispos pasaron a tener cada vez más peso político y los obispados se convirtieron en importantes fuentes de "ingresos", por lo que emperadores y príncipes empezaron a intervenir en los nombramientos episcopales, injerencia contra la que lucharon los papas, como Celestino I ("Un obispo no propuesto por el pueblo no debe ser impuesto al pueblo") y León Magno ("El que preside a todos debe ser elegido por todos"), reafirmando el derecho de las Iglesias locales ("clerus populusque") a elegir a sus propios líderes supremos. Poco a poco, sin embargo, el papel del "pueblo" se reduce hasta prácticamente desaparecer y el del clero se limita al cabildo de la catedral. Los frecuentes conflictos entre canónicos hacen que, en los siglos XIII-XIV, la elección de los obispos por la comunidad sea sustituida por el nombramiento por el Papa. Este sistema es ratificado por el Concilio Vaticano I y el Código de Derecho Canónico de 1917, sancionando el abandono de una práctica de origen apostólico.
El Concilio Vaticano II potencia el ministerio episcopal, subraya la colegialidad de los obispos, promueve las conferencias episcopales y establece el sistema sinodal para toda la Iglesia. Así, se revaloriza la importancia de la Iglesia local y se delimita el poder centralizador de la Curia romana. Estas perspectivas despiertan en las/os bautizadas/os la necesidad de una participación más activa en la vida de la comunidad, incluido su gobierno (cf. LG 12.32.37). Sin embargo, el Código de 1983 repropone substancialmente el dictado del anterior, afirmando que "el sumo pontífice nombra libremente a los obispos o confirma a los que han sido legítimamente elegidos" (c. 377).
Este procedimiento refleja una concepción de la Iglesia, según la cual la unidad de la Iglesia y las facultades de los ministros sagrados derivan en primer lugar de la suprema potestad jurisdiccional del Papa, e implícitamente lleva a creer que la autoridad y la misión de los obispos proceden del Papa. En la actualidad, las Iglesias locales se limitan a enviar listas de presbíteros "episcopables" al nuncio, que elige una terna para enviarla a la Santa Sede. A continuación, la Congregación de Obispos la confirma o modifica, para que el Papa decida.
Este sistema/mecanismo, que ya no se justifica por la injerencia del poder civil y fue criticado en el siglo XIX por Antonio Rosmini, en las últimas décadas, ha producido numerosos conflictos intraeclesiales y una pérdida de confianza en la Iglesia, fomentando la formación de grupos de presión y “cordadas”, premiando el conformismo y el oportunismo, y resultando centralizado, poco transparente y sometido a mil influencias.
Recomendaciones
- La concepción de la Iglesia como comunión, el reconocimiento de la igualdad fundamental de todos las/os bautizadas/os, la recuperación de la colegialidad, las perspectivas sinodales abiertas por el Concilio Vaticano II, los numerosos diálogos interconfesionales y las exigencias actuales de una cultura democrática, deben influir en la configuración de un nuevo sistema de elección de los obispos. La participación de todo el Pueblo de Dios en la elección de sus obispos aparece como una exigencia de esa eclesiología de comunión.
- Recuperando una tradición antigua, pero más acorde con la eclesiología de comunión y la sensibilidad cultural moderna, en la elección de los obispos deben participar tres niveles de la Iglesia: el local (los miembros de la Iglesia diocesana), el regional (los obispos vecinos) y el universal (la curia papal en Roma). Esto manifiesta también el arraigo de la autoridad episcopal en la relación viva con la Iglesia local, así como su inserción en la comunión con la Iglesia eclesial.
- Dado que el nombramiento de los obispos es fundamental para el desarrollo de la pastoral de las Iglesias locales y de la Iglesia universal, es lógico que participen todas las instancias de la comunión eclesial: la diócesis (a través de los consejos "presbiteral" y "pastoral", que presentan la lista de candidatos), la conferencia episcopal (que, a través de una comisión especial, elige al más idóneo de la lista, o propone otro candidato) y la Santa Sede (que confirma al obispo elegido como responsable, salvo casos especiales). De este modo, se intenta evitar la influencia de intereses políticos espurios o la imposición de una línea pastoral alejada del pueblo y del Vaticano II.
- La elección de los obispos comienza con la elaboración de una lista de candidatos, que normalmente consta de una terna. En este paso decisivo, las Iglesias locales y las Conferencias episcopales deberían tener un papel más destacado que el que actualmente ejercen las nunciaturas. Por otra parte, las modalidades concretas de la participación popular y los mecanismos para alcanzar el consenso pueden diferir según los contextos locales.
- Todo ello exige una modificación orgánica del canon 377 del Código de Derecho Canónico, empezando inmediatamente por una interpretación extensiva del § 3 que haga más amplia y estructurada la consulta a los fieles laicos.