“Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó. Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”. (Rm 8,37-39)

El amor y la fe, además de ser sinónimos, se complementan, porque se fundamentan -ambos- en la entrega de la vida, como opción fundamental en la relación con la/el otro. Cuando falla la confianza se daña el amor, y cuando hay desamor se construyen idolatrías.

Pero no es sencillo mantener la fidelidad en las relaciones interpersonales -horizontales o verticales- cuando el amor se convierte en abuso y la fe en manipulación, ya sea simétrica o asimétrica, con las compañeras/os de camino o con los que deberían guíar y cuidar. No es sencillo mantener la opción cuando hay oposición o rechazo o eliminación, especialmente cuando viene de los más cercanos. No es sencillo mantener la alegría de la misión cuando se sufre la revictimización por defender la justicia, la paz y el bien.

“Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó” (Rm 8,37), de tal modo que nuestras emociones, frustraciones, vulnerabilidades, soledades, impotencias y dificultades no marcan la hoja de ruta de la misión del cuidado, porque es más fuerte el sentido fundante del amor recibido, disfrutado, compartido y entregado. El amor da sentido, incluso al sinsentido del abandono, el abuso, la agresión y el aburrimiento.

El mismo Jesucristo vivió en propia carne -pegada a un madero- que el sistema religioso quita la vida, y la unión trinitaria -su fe- le lleva a entregar la vida por amor (cfr. Jn 10,18).

¿Perdemos o quitamos la alegría y la vida, por defender un sistema religioso? ¿Entregamos amorosamente la vida por quien necesita alegría y esperanza, como expresión de fe?. ¿Quitamos o entregamos? ¿Imponemos o testificamos?.

Más que revestirnos con ropajes del poder religioso, o exhibir la brillantez de nuestros fatuos títulos, o eliminar la autocrítica institucional o regresar a las cavernas del fundamentalismo o espantar a los transgresores del sistema, quizá deberíamos recuperar “la fe como respuesta de amor al amor recibido”. Y así, dar sentido a las contrariedades, convirtiéndolas en compasión; y fortalecer nuestras opciones con la seguridad de haber sido amados, perdonados, cuidados y enviados a las/os unos y a las/os otros.

En realidad nada ni nadie “podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,39), dado que es incondicional, primero, gratuito y fiel por encima de nuestro dolor sufrido, la agresión producida, el cansancio acumulado o el rechazo ganado a base de entrega con amor y fe.