“Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes!” (Jn 20,19)
El “miedo, el dolor y el resentimiento” son sentimientos que habitan la vida de muchas personas por el riesgo a sucesos desagradables, los efectos del mal y la acumulación de agresiones físicas, emocionales, sexuales, sociales, etc. Son experiencias demasiado frecuentes en las víctimas de acciones u omisiones de las personas que tienen la vocación cuidadora y la obligación de hacerlo.
Es evidente que la “alegría, la paz y la confianza”, son tres sentimientos valiosos y frágiles, porque es frecuente ponerlos en peligro hasta perderlos… y ¡qué difícil es recuperar la confianza cuando ha habido traición!, ¡qué terrible es mantenerse en la paz cuando se ha sufrido tanta violencia!, ¡qué complicado es volver a sonreír y tener alegría cuando la indignación y la indignidad nos invaden!.
Es necesario recorrer el nuevo camino del “sentido” de la vida, del dolor y de la esperanza, para construir algo nuevo desde el patrimonio doloroso del “abandono, la agresión y el abuso”, que es la triple “a” de las víctimas del mal. Necesitamos algo más que buena voluntad o sublimación religiosa o esfuerzos por olvidar lo que ha herido nuestras vidas. Hemos de recuperar la paz.
Si la “paz” es vida, luz, amor, alegría y fraternidad, estamos invitadas/os -o quizá urgidas/os- a reconstruirla pieza por pieza, como quien restaura una cerámica valiosa o quien abraza sin temor a la reconciliación. Reparar la violencia, restaurando la paz en las personas, familias, sociedades e Iglesia debería ser “prioridad uno” para conseguir la “tolerancia cero” respecto a los diversos abusos enjuiciados, justificados u olvidados.
Para ello, hay que abrir las puertas de nuestros corazones y de las instituciones, donde se ha enquistado el miedo a hablar, escuchar, acompañar y responder a las víctimas. Y -también- hay que ventilar nuestros espacios con el sano aire de la espiritualidad del cuidado, es decir, con el estilo de vida que produce vida y que no la oculta, amenaza, debilita o ignora.
Para que la paz esté en nuestra vida, deberíamos dedicar nuestra vida a sustituir el miedo por el “diálogo”, el dolor por el “amor” y el resentimiento por el “abrazo”. Es lo que hace Jesús con la comunidad encerrada (por miedo), con la mujer violentada (con dolor) y con los descartados (con resentimiento).
Que la “paz resucitada y resucitadora” esté en las personas que sufren y en quienes les acompañan por los senderos de la recuperación integral de su alegría.