“Algunos le trajeron un endemoniado que era ciego y mudo. Jesús lo sanó, de modo que pudo ver y hablar” (Mt 12,22)
No debemos olvidar que las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a ser cuidados para crecer integralmente y tienen derecho a ser protegidos de cualquier amenaza, de tal manera que puedan desarrollar su personalidad y su espiritualidad. Y lo mismo podemos decir de quien -a pesar de su mayoría de edad- es vulnerable frente a personas-hechos que le dominen o cuando se siente -temporal o constantemente- dependiente del cuidado y protección de otras personas.
La incapacidad de gobernarse a sí mismo -o de aceptar ayuda- conduce a la persona a trastornos de todo tipo, así como adicciones e inhumanización. Cuando algo o alguien someten a una persona, ya sea desde el interior o desde fuera, estamos hablando de “demonios” que impiden “ver, escuchar, hablar y actuar” con la alegría de la libertad. Normalmente, los “endemoniados” son víctimas más que culpables, y las élites culpabilizadoras suelen ser líderes del sistema abusivo.
Nos debe preocupar la no-revictimización de la víctima ni la culpabilización de quien ha sido silenciado, paralizado o presenta tendencias autolíticas. No podemos quedarnos indiferentes ante quien quita la palabra, roba la esperanza, bloquea el camino y cosifica a los demás. ¿Acaso no debemos expulsar todos los “demonios” que crean víctimas, y liberar a todas/os los endemoniados “ciegos y mudos”?
Estamos llamadas/os a proteger-nos de los sistemas abusivos y a buscar estrategias para que cada persona -menor o mayor de edad- pueda ver con esperanza su horizonte y pueda expresar con voz propia sus sufrimientos, expectativas y utopías. ¿Todavía mantenemos la arrogancia de “ser la voz” de los sin voz y de “hacer ver” lo que los demás deberían ver, según nosotros?
Jesucristo sana al endemoniado, “de modo que pudo ver y hablar” (Mt 12,22) -sin traductores ni intermediarios- lo que había en su corazón y en el mundo que anhelaba habitar. El Señor brinda confianza a los niños (dejen que se acerquen), da la palabra a las mujeres (adúltera o cananea), pregunta a los enfermos (ciegos o paralíticos), dialoga con sus detractores (fariseos o saduceos), aclara las dudas de sus discípulos (Andrés, Felipe, Zebedeos…) y siempre, siempre sana y repara a las personas, para que no estén atadas (como los animales) a cualquier sistema legal-sexual opresor.
Dar la vista a los ciegos y desatar la lengua de los mudos para que puedan hablar -desde su propia identidad- es uno de los signos del Reino de Dios que hoy -y siempre- marcan el itinerario de la espiritualidad del cuidado.