“Al ver esto el fariseo que lo había invitado, se dijo interiormente: 'Si este hombre fuera profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una pecadora, conocería a la mujer y lo que vale” (Lc 7,39)
La clasificación, moral o social de las personas, nos podría llevar a la discriminación, fariseísmo, exclusión o menosprecio, en caso de que pretendamos comparar a personas con “santos” y catalogar sus acciones como “pecados”. Con frecuencia confundimos delitos con pecados y trastornos con patología, sin tomar en cuenta la dimensión sistémica de nuestros actos, relaciones, opiniones y creencias.
Por eso -con demasiada frecuencia- buscamos “culpables” en lugar de soluciones, “demonios” ultramundanos, en lugar de responsables humanos y “espiritualismos” evasivos, en lugar de espiritualidad ecosinodal. El resultado es siempre el mismo: hacer todo lo posible para que nada cambie, perpetuando actitudes y actos de abuso, prepotencia, impunidad e injusticia. ¿No sería mejor reconocer lo que somos, en lugar de estar defendiendo nuestro onírico “deber-ser”?
La persona vulnerada y revictimizada, cuando se encuentra con el humanismo de la comunidad y con la misericordia del Señor, da pasos efectivos de sanación: se “postra” ante la evidencia; “levanta” su mirada ante los ojos de Jesucristo; “opta” por sanar su historia con actitudes de fe; “sirve” a los demás; y “sigue” por el camino, la verdad y la vida del Mesías.
En lugar de estar mirando el espejo de la propia culpa, es liberador “tomar un frasco de perfume” para el crucificado-resucitado, “ponerse a llorar” de misericordia y alegría, y “secar los pies con el cabello” para seguir el camino de la entrega. De esta manera la (mujer) “misericordiada” se convierte en la (discípula) “cuidadora” (cfr. Lc 7,38). Los cabellos de la vanidad y de la fuerza -de Sansón- se convierten en la consagración y delicadeza de la mujer que ha descubierto la misión de “acompañar” la entrega de Jesús hasta el final.
“¿Nos da envidia descubrir que Jesucristo acoge a las víctimas” (cfr. Mt 20,15) sin hacer preguntas incómodas, sin prejuicios ni juicios integristas, tratándolas con la dignidad de persona y no como destinatarias/os de su pastoral?. Porque la acogida, atención, acompañamiento y amistad evangélicas, dan sentido a la primera letra -“a”- del abecedario del cuidado, la protección y el amor de Jesucristo, que entrega la vida para que “todos” tengan vida (todos, todos, todos, todos… nos recalca el Papa Francisco).
Jesús y la mujer “acogen” con generosidad, “atienden” al herido con misericordia, “acompañan” continuamente con empatía y encuentran el tesoro de la “amistad” (refugio seguro) (cfr. Si 6,14). Jesús toma la iniciativa con la víctima, y ella disfruta de su nueva condición de misionera del cuidado.
Tanta bondad -de Jesucristo- fastidia a los restauracionistas del poder de lo sagrado y a los integristas del fariseísmo ultracatólico, que murmuran sobre la falta de criterio moral de quien prefiere la persona a las rúbricas, la misericordia a los sacrificios, la inclusión a los elitismos y la sinodalidad al clericalismo, actualizando la sentencia de Jesús: “no son los sanos los que necesitan de un médico, sino los enfermos. Y yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17).
Con tantas personas asaltadas por el camino y heridos en la cuneta de la vida; con tantas/os apedreados por el integrismo de los piadosos; con tantas niñas-niños-adolescentes sufriendo violencia; con tantas personas descartadas por sus identidades sexuales o culturales… ¿no será hora de perfumar nuestra vida -y la de todas las personas- con la alegría del amor? (cfr. Lc 7,47).