“Los tuyos reedificarán las ruinas antiguas . Tú levantarás los cimientos de generaciones pasadas , y te llamarán reparador de brechas , restaurador de calles donde habitar. (Isaías 58,12)
Cuando se desmorona el castillo de naipes o la torre de nuestras vidas, sentimos el fracaso y el duelo, que -además de consuelo- necesita reparación. De hecho, nuestra historia personal está construida con experiencias diversas, algunas maravillosas y otras llenas de lágrimas o impotencia. También hay momentos significativos de crecimiento en la crisis, aprendizaje en el sufrimiento, resiliencia en los duelos e -incluso- alegría al revalorizar el fracaso como recomienzo cualitativo.
La frustración por las expectativas no logradas o el dolor por el abuso sufrido-silenciado, nos colocan en la necesidad de sanación personal y reparación integral. Porque los paracetamoles judiciales, religiosos, emocionales o virtuales no sanan ni reparan, sino que enmascaran la realidad, prolongan la injusticia, mantienen el delito y revictimizan a las personas abusadas.
La sanción y la reparación del mal (delito, pecado, trastorno y vacío) comienza por el “reconocimiento”, pero no puede quedarse sin “reestructuración” del sistema, “redención” de la intimidad, “reconciliación” con el amor, “reparación” integral y “resurrección” de la vida (6Rs). Porque la vida es “camino” y las/os heridos en el trayecto necesitan algo más -y también- que compasión y asistencia.
Las/os misioneros del cuidado estamos llamados a colaborar en “la reparación de brechas y en la restauración de las calles” (cfr. Is 58,12) donde habita el dolor, la impunidad, la negligencia y la injusticia con las víctimas primarias y secundarias, y con el mismo Evangelio que es alegría para los oprimidos, cuidado para los pequeños, sanación para los heridos y esperanza para los “anawin” de esta tierra.
Es hora de aprender de la historia, dejando el “astigmatismo eclesial” que difumina la atención a las víctimas por fijarse en el prestigio de la institución; y también habrá que curarse de la “presbicia institucional” -a veces ceguera espiritual- que impide ver la necesidad de reparación porque se ve deslumbrada por el escándalo que pretende silenciar. Las generaciones pasadas nos deberán retroalimentar con sabiduría, no con la normalización del maltrato; y deberán buscar la reparación integral y no la prescripción legal.
Es hora de “lavar los pies, las manos y la cabeza” (cfr. Jn 13,1-14) de todos los discípulos que se sientan a la mesa del Señor y que -quizá- podrían estar maquinando la traición a las/os más pequeños, los preferidos de Jesús…