“Pues los deseos de la carne se oponen al espíritu y los deseos del espíritu se oponen a la carne. Los dos se contraponen, de suerte que ustedes no pueden obrar como quisieran.” (Ga 5, 17).
No siempre -en la vida- todo se puede catalogar como positivo o negativo, blanco o negro, abierto o cerrado, feliz o desgraciado… porque hay muchos matices en las experiencias, sentimientos y maneras de relacionarnos. Hay matices, etapas y relaciones diversas, que debemos “afrontar”, de las que se puede “aprender” y sobre las que deberíamos “construir” algo nuevo. Porque el “espíritu” se mueve en medio de la “carne” y lo más sublime suele estar bastante mezclado con lo ordinario y -a veces- desagradable.
Y, aunque es cierto que “así como el oro se purifica en el fuego, así también los que agradan a Dios pasan por el crisol de la humillación” (Si 2,5), también está muy claro que nunca (nunca es nunca) se puede consentir la negligencia, complicidad, silenciamiento o cualquier justificación de la victimación o revictimización de las/os pequeños, inocentes, vulnerables y sencillos, que sufren por la acción dolosa de ególatras narcisistas que utilizan a los demás para llenar sus vacíos.
Cada una de las personas vulneradas quiere disfrutar de la promesa de sus cuidadores y del mismo Dios cuando escucha: “confía en él y te cuidará; sigue el camino recto y espera en él” (Si 2,6), para que el duelo se convierta en una “pedagogía de humanismo” y se alimente de la “espiritualidad del cuidado”, con un acompañamiento que le haga crecer. Es el Espíritu de Jesucristo el que mueve nuestra creatividad y remueve nuestra sabiduría.
Quizá lo más trágico del ser humano es perder los sueños y desviar sus intenciones, sucumbiendo a las pulsiones del buscarse a sí mismo y eliminar al otro, es decir, acabar con la dignidad de las/os vulnerables por satisfacer la hambruna de placer. Porque la ansiedad afectivo-sexual no puede satisfacerse a cualquier precio, y menos cuando se menoscaba la integridad e integralidad de las personas expuestas a la “solidaridad, cuidado y acompañamiento” de personas idóneas (progenitores, familia, pastores, docentes, etc.) o de quienes se aprovechan de su vulnerabilidad económica, emocional, parental.
Y dado que la espiritualidad del Cuidado pretende el crecimiento de las personas y no el perjuicio de nadie, estamos convocadas/os a discernir y vivir -de tal manera- que las “pulsiones” dejen paso a las decisiones, que el “hedonismo” deje paso a la solidaridad, que la “manipulación” deje paso al servicio, que el “narcisismo” deje paso a la entrega… para que sea el “espíritu” de Jesucristo el que nos conduzca por los caminos de la vida plena, y no nos dejemos tragar por la “carne” de la frustración, del vacío y la amarga vivencia del protagonismo fatuo.
Ni la infancia robada ni la adolescencia eternizada deben marcar el estilo de relaciones familiares sociales y eclesiales, aunque es cierto que la (buena) voluntad no es suficiente si no hay decisiones discernidas y responsables sobre el buen trato, el respeto amable, la fraternidad compartida y la esperanza trabajada.
Que el “Espíritu” (de Jesucristo) nos conduzca a dar (no quitar) vida a los demás, y que la “carne” (de la ansiedad) nos permita buscar la libertad interior para construir relaciones sanas y sanadoras.