Marta dijo a Jesús: Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te la concederá.” (Jn 11,21-22)

Muchas de las víctimas de abusos, los familiares de asesinadas/os, tantos damnificados de desastres naturales, innumerables, empobrecidas/os por despidos laborales o por bancarrotas institucionales… se pueden preguntar: ¿dónde estaba Dios en ese momento? ¿por qué no lo impidió? ¿por qué los inocentes sufren?... y una cantidad de preguntas llenas de dolor, coraje, frustración, desconsuelo, rebeldía y reclamo.

Son preguntas que pueden hacerse -con razón- las víctimas primarias (que sufrieron el abuso) y las secundarias (a quienes afectó el abuso sufrido por las víctimas), y que no tienen una respuesta rápida y convincente. Sabemos que la sublimación, el fatalismo, el espiritualismo y la justificación no ayudan nada y sí fastidian más aún.

La comunidad de Betania nos abre la puerta del “duelo” por la muerte de Lázaro, el “desconsuelo” compartido con su pueblo, y el “desconcierto” de la fe que no responde a su necesidad de sanación… y la muerte vence, la realidad huele mal, la impotencia invade a todas/os, mientras que “la Resurrección y la Vida” es fe y necesita ser experiencia vital.

“El Padre está en el corazón” del perseguido, torturado y crucificado Hijo Jesucristo. “El Hijo está conmovido” por el duelo de Marta y María. “El Espíritu de Amor y Vida está” en la agonía y la Resurrección de Jesús. Dios mismo comparte el dolor de las personas victimizadas por los malvados y levanta a quienes han sido aplastadas/os, cosificadas/os o deshumanizadas/os. Porque Él se encarna en la/el que sufre, se identifica con el masacrado, acoge al descartado, resucita a los muertos y dignifica a mujeres y hombres “apedreados” por instituciones enceguecidas por el “quedabien”, el poder y la manipulación de los ninguneados.

Hoy, con el Crucificado, podríamos progresar en el interrogatorio al Templo, a Pilato y al mismo Jesucristo. ¿Qué vas a hacer para que los espacios sagrados se conviertan en “espacios seguros”? ¿Cómo vas a acoger y cómo te vas a implicar en la “reparación de la víctimas” en lugar de abandonarlas al silenciamiento? ¿Quién me ama tanto por lo que soy y como soy, para que “sane mi corazón herido” y me haga misionera/o del amor, la vida, el cuidado y la alegría?

Aunque hay que minimizar el riesgo, prevenir el abuso, atender la denuncia, reparar el daño y garantizar el cuidado, hoy necesitamos compartir preguntas y respuestas -entre nosotras/os y con Jesucristo- que nos hagan avanzar en la transparencia sanadora y en la reparación liberadora, que sí es la voluntad del Padre para todas sus hijas e hijos, especialmente los que sufren triplemente: por la agresión, la desatención y la revictimización..