Destruyó el odio en la cruz y, habiendo hecho de los dos un solo pueblo, los reconcilió con Dios por medio de la misma cruz (Ef 2,16)

Hay emociones y sentimientos que nos configuran cuando se mantienen en el tiempo, aunque los espacios y las interrelaciones puedan variar. Entre otros, están el amor o el odio, el perdón o el resentimiento, la alegría o la frustración, la interdependencia o el orgullo, etc. Darnos cuenta de los sentimientos que nos habitan es un paso significativo para vislumbrar los horizontes de sentido.

Al revisar nuestras relaciones intra-interpersonales o intra-interinstitucionales podríamos ver las grietas del “dolor” que nos han dejado heridas, los andamios del “autoconsuelo” para aliviar los malestares, las “batallas” liberadas contra los presentes para vengarse contra los agresores/as históricos/as… No es buena estrategia para la salud mental-espiritual “remover”, ni tampoco “justificar” el pasado, ni “normalizar” el abuso para prolongarlo en el tiempo y los espacios.

Estamos llamados/as a destruir el odio con la “justicia, la misericordia y la reparación” (triángulo de la sanación), mirando la cruz de Jesucristo (madero de la trinidad amorosa de Dios), con su mismo corazón (poliédrico espacio de comunión). Nuestra vocación sanadora va más allá de nuestras heridas, nuestros odios y nuestros sueños; porque cada gota de sangre del nazareno está sanando las heridas de los crucificados/as y vulnerados/as de nuestra historia y de nuestros espacios actuales.

Ante esto, nos podríamos preguntar: ¿somos conscientes de nuestras heridas y nuestras agresiones?, ¿hemos alimentado la ira con el odio o quizá la misericordia con el amor?, ¿hasta donde vivimos proyectando en el prójimo-próximo el odio acumulado a lo largo de la propia historia?.

No podemos ni debemos justificar ninguna “cruz”, que es un instrumento del dolor, la condena, el asesinato, la venganza, el odio y el resentimiento endógeno. Jesucristo no ha sido colgado en la cruz para dar continuidad al abuso, odio o dolor, sino para suprimir la inhumanidad de manera definitiva; porque el amor es más fuerte que el odio, la alegría supera al dolor y la esperanza se encarna en la realidad. Jesucristo evita cualquier sublimación ingenua del sufrimiento, rompe los círculos de la violencia y libera a los abusados/as de la esclavitud del odio o la venganza.

Cuando una persona, manipulando argumentos religiosos, perpetúa el abuso o el resentimiento, quizá está ignorando el amor de la cruz o tal vez está invalidando la reconciliación definitiva de Jesucristo. Con Él, ¿será posible la fraternidad entre personas que han sufrido y con su historia herida?.

Cuando vivimos resaltando las diferencias de origen, justificando las contradicciones de nuestros comportamientos y perpetuando los sentimientos atávicos… nuestras relaciones comunitarias, eclesiales y sociales se verán contaminadas con el virus del odio, cuando están llamadas a vivir con el aceite de la reconciliación que sueña con la alegría del perdón…