“Tomen la verdad como cinturón y la justicia como coraza; estén bien calzados, listos para propagar el Evangelio de la paz”. (Ef 6,14-15)


A lo largo de la historia, ha existido una dialéctica conflictiva y enriquecedora entre la sociedad y la Iglesia, entre los poderes socio-políticos y el servicio-poder de la Iglesia. Desde la experiencia apocalíptica de las catacumbas, pasando por la expansión medieval, las cruzadas y conquistas religiosas (más bien económicas) y continuando por la imposición católica a las conciencias, leyes y relaciones interpersonales. Quizá, por las rebeldías estructurales, ante tanta imposición -física, moral, legal y estructural- estamos viviendo la reivindicación de las conciencias individuales, la autonomía y relativismo de los principios morales y también la revancha de “quien a hierro mata a hierro muere” (cfr. Mt 26,52) en los temas más significativos del sexo, los bienes y el poder.

Las represiones castrantes de la “sexualidad”, la “simonía” disimulada o descarada y el “clericalismo” mezclado con nacionalcatolicismo han minado los cimientos de la estructura eclesial y están clamando respuestas verdaderamente evangélicas, más que sublimes discursos religiosos.

La “verdad”, que es Jesucristo, la “justicia” del reino de Dios y el Evangelio de la “alegría” son el camino más certero para saber vivir en esta sociedad, leer los signos de los tiempos, ofrecer estilos alternativos desde la fe y proponer prácticas liberadoras llenas de dignidad, derechos y diálogo constantes. Porque la paz no es solo la ausencia de conflicto, ni es la paralizante resignación en el status quo, ni tampoco podrá ser el estado de la muerte ni el estilo de los mediocres. La paz, si es pascualmente cristiana, es “vida” para todos, “buena noticia” para los pobres, “alegría” para las víctimas, “comunión” entre todas las diversidades, “participación” para los que están cerca y para los que fueron alejados con crueles moralismos de exclusión… 

A veces me pregunto: ¿por qué somos tan comprensivos con los eclesiásticos prepotentes o abusadores, y en cambio somos tan intransigentes con los sufren desengaños amorosos o discriminación cultural, sexual, ecosocial o digital? ¿Por qué pedimos democracia a nuestros gobernantes y mantenemos el clericalismo en nuestras comunidades? ¿Por qué pasamos del derecho canónico a las hipotecas emocionales, y de las homilías sublimantes a la defensa de los privilegios eclesiásticos?

Estamos llamados/as a “tomar la verdad como cinturón y la justicia como coraza” (Ef 6,14), desde la experiencia de la misericordia de Dios que entregó su vida antes de que nos convirtiéramos (cfr. Rm 5,7-9), descalzándonos -con empatía- ante el dolor de las víctimas (cfr. Ex 3,5) -pertenezcan o no a nuestra burbuja religiosa- para ponernos a caminar calzados/as con  la bienaventuranza de los misioneras/as (cfr. Is 52,7) que no se quedan en el presente ni quieren regresar al pasado, sino que estén “listos para propagar el Evangelio de la paz” (Ef 6,15), que significa sanación de los/as heridos/as, reparación de las víctimas y cuidado de la vida digna de los más pequeños.

Además de “preguntas” humanizadoras y de “luces” evangélicas, podemos y debemos “dar respuestas comprometidas” con quienes necesitan escucha, acogida, acompañamiento, dignificación y bienaventuranza. Para eso estamos nosotros, quienes hemos optado por el Reino, tratamos de vivir el Evangelio y seguimos a Jesucristo.