“No hagan nada por rivalidad o vanagloria” (Flp 2,3)

Ya sea por prolongación de los privilegios disfrutados o para compensar todo lo que no se obtuvo, hay gente que busca -incansablemente- “confirmación” de los demás y “autocomplacencia” a costa de un título, un puesto, unas ropas, unas propiedades o rodeándose de personas que le halaguen.  La “ansiedad prolongada” hace que se busquen maneras de saciar el apetito de protagonismo, aplauso, placer, satisfacción o estima.

En las relaciones sociales o eclesiales, existen maneras de detectar posibles “objetos de placer” o “mediaciones de poder” que lleven a la cúspide -por encima de los otros, pero por debajo de la transparencia- las ansiedades de “vanagloria”. Aunque se trata de una “gloria vana”, sabemos que, mientras dure el estímulo y se obtenga satisfacción, se mantendrá el afán de notoriedad socio-eclesial.

La otra cara de la misma moneda del protagonismo y de la vanagloria es la “rivalidad”. Porque siempre podría haber algún árbol que haga sombra a otro árbol, que una estrella brille tanto o más que otra, o que alguien lamparoso deba apagar otras lámparas. Entre “iguales” que buscan -egocéntricamente- su protagonismo… habrá rivalidad, incluso hasta provocar la eliminación del competidor. Lo vemos entre artistas, políticos, profesionales… y -quizá- en la misma Iglesia. 

“Rivalidad y vanagloria” son dos expresiones de una persona o entidad abusiva y abusadora. Porque el poder, placer, éxito y notoriedad son las cuatro patas de la silla donde se sienta la personalidad enfermiza y la acción delictiva del abusador. Por lo tanto, si queremos prevenir cualquier relación insana, tendremos que revisar y corregir cualquier actitud que pretenda eliminar al contrario y manipular al cercano.

Cabe preguntarnos si las dificultades para trabajar en equipo -social, eclesial o pastoral- no tienen sus raíces en estas dos advertencias paulinas. Por lo tanto, dice Flp 2,4: “No busque nadie sus propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás”, para que la egolatría se transforme en donación, solidaridad y sinodalidad.

La conversión personal y eclesial pretende que “tengamos unos con otros los mismos sentimientos que estuvieron en Cristo Jesús” (Flp 2,5), que no reclamó nada para sí ni tampoco se vio forzado a la misión: “Nadie me la quita (la vida), sino que yo mismo la entrego” (Jn 10,18).

Apagar la ansiedad de vanagloria y encender la espiritualidad del cuidado, pasan por la experiencia humilde del agradecimiento -por lo recibido- y de la gratuidad -a entregar- para que “todos” tengan vida en abundancia, en lugar de “consumir” algunas vidas ajenas para alimentar la mórbida obesidad abusiva.